lunes, 14 de septiembre de 2015

Un “18” en casa de Roberto Bolaño

Jaime Quezada
Ciudad de México, septiembre, 1971





¡18 de Septiembre en México D.F.! Qué lejos estoy del suelo donde he nacido, inmensa nostalgia invade mi pensamiento, dice una evocadora canción mixteca, que hago ahora muy mía en mi consuelo y mi fervor. La patria se agranda a la distancia y a la lejanía. Y sin caer en dramas patrioteros: “Un 18 es un 18”. Acaso una de las pocas efemérides y tradiciones y festividades que dan fisonomía e identidad al país de Chile y a lo autóctonamente sanguíneo-chileno-alma.

El alma nacional sale a flote, entonces, en casa de los Bolaño. Ellos que llevan cuatro, cinco años aquí. Por eso ahora el país y el alma de Chile está en esta casa. Casa que se une en un sólo corazón de chilenidad, sentimiento patrio y ánimo celebratorio. La mesa espera, las copas también… ¿Quién nos une en este instante, quién nos llama?

María Victoria prepara las empanadas, cocina la cazuela, da sabores al pebre y al cilantro. Roberto y María Salomé decoran con banderitas y guirnaldas tricolores todo el ancho living-comedor y se regañan mutuamente por el cóndor y el huemul en la heráldica patria.

León Bolaño, a veces tan indiferente, pero el jefe de la familia al final de cuentas, cuelga desde la ventana que da al balcón de la calle una enorme bandera chilena, sacada de no sé dónde, pero que lleva al Estadio Azteca cuando la selección de fútbol de Chile visita este país. Y yo, para no ser menos, preparo el ponche a la chilena, unos trocitos de durazno y un vino blanco Viña Undurraga comprado en los almacenes vineros del DF.

Nada se ha dejado al azar para este almuerzo dieciochero (con chilenos y amigos mexicanos también), si hasta un pintoresco y pirograbado cacho de buey -Recuerdo de Chillán- a la hora del brindis nacional. Y por si fuera poco, León y María Victoria ensayan un pie de cueca mientras los Cuatro Hermanos Silva tocan y cantan desde un disco RCA.

Entre el coqueteo de ella y la galanura de él, nuestro baile nacional hace el milagro de unir a esta pareja cotidianamente desunida. Danza la vieja gesta del amor: frenesí y ternura, reto y acatamiento, fuego y aire, armonía y unidad. Vuela el bordado pañuelo al clamoreo del punta y taco. Como si se estuviera en una ramada-fonda de Mulchén o de Quilaco, abriendo ruedo y espacio a los bailarines.

Roberto, sorprendido pero entusiasmado por la cueca de sus padres, se pone un sombrero de huaso -me lo trajo un tío de Quilpué, dice- y anima con las palmas de sus manos cada vuelta de la animosa pareja. María Salomé está lista para ofrecer dulces alfajorados en una elegante charola de Puebla. Y yo lleno unos vasos de ponche para celebrar a los unidos danzantes y brindar por la patria lejana pero, aquí, presente.

Aro aro aro
dijo doña Victoria Ávalos
cuando me siento me paro.